Encuentro
amargo
J. Antonio Marín E.
arroje contra ella la primera piedra-
Juan 8-7
La
ciudad, con sus interminables calles iluminadas por la blanquecina luz de las
lámparas de mercurio, y por las intermitencias de los avisos de neón, se envolvía en una espesa niebla de
soledad y silencio. Solamente, en los diferentes centros de diversión se
escuchaban las notas de las orquestas y de los stereos con las que los amigos de la vida nocturna
trataban de olvidar sus preocupaciones y sus penas. Con la cabeza gacha y con
las manos entre los bolsillos, los
ebrios caminaban por el centro de la
vía rumbo a sus quizás empobrecidos
hogares.
La
noche de aquel sábado había avanzado mucho cuando (después de haber estado en
otros sitios de diversión) ingresaba yo en compañía de dos amigos a la casa de
citas “Nelly” en cuya sala, amplia y
perfectamente decorada, estaban sentados sobre sillones
abollonados y finos los clientes de aquel burdel en compañía de ultrajadas
mujeres que traficaban con sus cuerpos, quizás por no dejarse morir de hambre
al no tener otra alternativa en su dura y viciosa vida.
Cada
una de las mesas estaba surtida con licores abundantes y variados. El humo de
cigarrillo inundaba el salón, humo que
al mezclarse con la escasa luz que irradiaban las pocas lámparas que allí
había, formaba una tenue nube roja que cubría todo aquel lugar.
El
olor era una mezcla de perfumes, tabaco y licor en las más variadas formas. Los
besos y las caricias cargadas de lujuria, era la nota predominante en aquel
lupanar donde llegaban como llegamos nosotros
toda clase de bohemios; unos, quizás huyéndole a problemas conyugales;
otros, en busca de nuevas aventuras o quizás con ánimo de comprar por unos
cuantos pesos algunos momentos de frío y metálico amor, o por simple y llana
curiosidad.
En
el fondo, y sobre una pequeña pista de baile construida en madera, tres parejas
danzaban (tan juntos que parecían uno solo) al ritmo lento y cadencioso de un
bolero romántico y tristón cuyas notas impregnaban el adormecido ambiente.
Aquellos falsos enamorados tenían muy poco para decirse. La risa nerviosa de
alguien se escuchaba en algún sitio de aquel lugar de vicio y de sexo, donde
los clientes trataban de explotar al máximo la mercancía que habían tomado en
alquiler. Cada uno de los compañeros de farra
ocupó su respectivo asiento alrededor de una mesa de vidrio sobre la
cual, la dueña del establecimiento colocó una botella de ron cuyo contenido escaseaba rápidamente en cada brindis, y
allá, junto al mostrador, cuatro meretrices esperaban el llamado
de los clientes.
De
pronto, un hombre ya maduro, de escasos cabellos y bigote negro, con una seña
de su dedo índice invitó a su mesa (contigua a la nuestra) a una de las damiselas que mostrando sus encantos
charlaba animadamente con sus compañeras.
La mujer, con un falso movimiento de caderas, se sentó muy cerca de
aquel que se había interesado en ella.
El
licor empezaba a hacerme efecto, y en medio del sopor, observé detenidamente a
aquella que al sentarse había quedado exactamente frente a mí. Sus cabellos
rubios estaban perfectamente peinados para la ocasión. Sus labios sensuales
pintados de rojo combinaban perfectamente con el resto de su maquillaje,
maquillaje que ocultaba un rostro de
exquisita belleza deformada no solamente por los años, sino por las largas e
innumerables noches perdidas en el licor y en el sexo.
FIN