viernes, 26 de agosto de 2022

 

 Encuentro amargo


J. Antonio Marín E.

 -Quien esté libre de pecado,

arroje contra ella la primera piedra-  

Juan 8-7

 

La ciudad, con sus interminables calles iluminadas por la blanquecina luz de las lámparas de mercurio, y por las intermitencias de los avisos  de neón, se envolvía en una espesa niebla de soledad y silencio. Solamente, en los diferentes centros de diversión se escuchaban las notas de las orquestas y de los stereos  con las que los amigos de la vida nocturna trataban de olvidar sus preocupaciones y sus penas. Con la cabeza gacha y con las manos entre los bolsillos,  los ebrios caminaban   por el centro de la vía  rumbo a sus quizás empobrecidos hogares.

 

La noche de aquel sábado había avanzado mucho cuando (después de haber estado en otros sitios de diversión) ingresaba yo en compañía de dos amigos a la casa de citas “Nelly” en cuya  sala, amplia y perfectamente decorada,  estaban sentados sobre sillones abollonados y  finos los  clientes de aquel burdel en compañía de ultrajadas mujeres que traficaban con sus cuerpos, quizás por no dejarse morir de hambre al no tener otra alternativa en su dura y viciosa vida.

 

Cada una de las mesas estaba surtida con licores abundantes y variados. El humo de cigarrillo inundaba el salón, humo  que al mezclarse con la escasa luz que irradiaban las pocas lámparas que allí había,  formaba una tenue nube roja  que cubría todo aquel lugar.

El olor era una mezcla de perfumes, tabaco y licor en las más variadas formas. Los besos y las caricias cargadas de lujuria, era la nota predominante en aquel lupanar donde llegaban como llegamos nosotros  toda clase de bohemios; unos, quizás huyéndole a problemas conyugales; otros, en busca de nuevas aventuras o quizás con ánimo de comprar por unos cuantos pesos algunos momentos de frío y metálico amor, o por simple y llana curiosidad.

 

En el fondo, y sobre una pequeña pista de baile construida en madera, tres parejas danzaban (tan juntos que parecían uno solo) al ritmo lento y cadencioso de un bolero romántico y tristón cuyas notas impregnaban el adormecido ambiente. Aquellos falsos enamorados tenían muy poco para decirse. La risa nerviosa de alguien se escuchaba en algún sitio de aquel lugar de vicio y de sexo, donde los clientes trataban de explotar al máximo la mercancía que habían tomado en alquiler. Cada uno de los compañeros de farra  ocupó su respectivo asiento alrededor de una mesa de vidrio sobre la cual, la dueña del establecimiento colocó una botella de ron cuyo contenido  escaseaba rápidamente en cada brindis, y allá, junto al mostrador, cuatro meretrices esperaban  el llamado  de los clientes.

 

De pronto, un hombre ya maduro, de escasos cabellos y bigote negro, con una seña de su dedo índice invitó a su mesa (contigua a la nuestra) a una   de las damiselas que mostrando sus encantos charlaba animadamente con sus compañeras.  La mujer, con un falso movimiento de caderas, se sentó muy cerca de aquel que se había interesado en ella.

 

El licor empezaba a hacerme efecto, y en medio del sopor, observé detenidamente a aquella que al sentarse había quedado exactamente frente a mí. Sus cabellos rubios estaban perfectamente peinados para la ocasión. Sus labios sensuales pintados de rojo combinaban perfectamente con el resto de su maquillaje, maquillaje que ocultaba  un rostro de exquisita belleza deformada no solamente por los años, sino por las largas e innumerables noches perdidas en el licor y en el sexo.

 La blusa de tela brillante y fina dejaba ver por su amplio escote un par de senos blancos chispeados de pecas pequeñas, senos cuya flacidez demostraba haber sido objeto de placer de muchos hombres durante los largos años vividos en lugares como aquel en que ahora nos encontrábamos, y al observar nuevamente a aquella prostituta, como un corrientazo llegó a mi embriagada memoria los dulces recuerdos de mis iniciales años de estudiante, cuando siendo niño asistía a conocer los primeros números y las primeras letras a la pequeña escuela rodeada de  naranjos, guayabos y pomales en la que fuera mi vereda querida y apacible. Estaba seguro,  ella era la hermosa niña de piel de lirio bañado por la blanquecina luz de la luna. Sus mejillas tenían el color del  capullo de las rosas,  y su candidez, solo era comparable con la timidez de las violetas. Su cabellera sedosa y rubia, caía en dorados caireles sobre sus hombros blanquísimos.

 Ella era la que en las navidades imitando a la virgen María, arrullaba en su regazo al niño santo de Belén, o hacía de ángel de la anunciación, siendo el orgullo del colegio y de sus compañeras durante los diferentes actos que se programaban con las otras escuelas de la comarca. Mi alma de niño se extasiaba ante aquella criatura bellísima y dulce.

 ¿Qué había pasado durante los años que  transcurrieron sin verla?

 Preguntas como esta atormentaron mi alcoholizado cerebro. Y al levantar nuevamente la copa, la vi deformada por el licor y las lágrimas que humedecieron mis ojos                                                

                                                                         FIN